jueves, 31 de marzo de 2011

Cenizas

En aquella fotografía en la que extiendo los brazos como queriendo abrazar el mar, se sostiene sobre sus piernas una persona que poco y nada tiene que ver con mi “yo” del momento.


Pasan aproximadamente cinco millones de trenes por una estación cualquiera de Buenos Aires a lo largo de una década. Sin embargo en la vida de una persona y a lo largo de diez años, tengo mis serias dudas de que podamos llegar a contabilizar cinco millones de una misma cosa. Es que estar vivo se convierte en algo tan trivial, tan azaroso, y llegado un punto nos encontramos ciegos y en un lugar que no reconocemos pero que por momentos adquiere cierta similitud con el salón principal de un casino tejano.


Internet, celulares, fast food, twitter, películas, mujeres, hombres, niños, padres, madres, fútbol, facebook, fuckbook, notebook, macbook, música, cuerpos, dioses. Señoras y señores, es ahi donde se pulen los caracteres de la humanidad.


Y miro aquella fotografía, y me causo ternura. Yo no era más que una forma exenta de contenido. Un pote de caviar vacío. Un niño.


Existe un lugar al cual ya ni siquiera mis ojos quieren ir. Ese lugar, junto con la Muerte, constituye la única cosa a la que la humanidad no ha podido darle orden, sentido, dirección ni definición concreta. Ese lugar se llama Amor.


Si estimados lectores. Amor y Muerte son hermanitas prostitutas que seducen a la mísera raza humana con sus dotes de misterio, con el infalible objetivo de atrapar a sus presas ya sea a corto, mediano o largo plazo y dejarlas agonizantes en el desesperante ocaso de la reflexión.


En aquel entonces, yo pensaba mucho en el amor, aunque casi nada en la muerte.