miércoles, 30 de septiembre de 2009

Ensayo sobre un amor de verano

Primera Parte.-

El tiempo pasa. Los meses, los días, las horas, hasta los segundos, se mueven con ligereza y velocidad sobre una línea temporal que ha encontrado una nueva forma desde aquél ínfimo instante en el que por primera vez mi alma respiró del mismo aire que del alma tuya.

¡Cuánta fuerza llevas contenida, tiempo de nuestras almas, aire de nuestras vidas! En este tiempo, querida princesa, he aprendido que mientras más empeño pongo en ocultar aquello que se me es dado mediante la naturaleza del amar, el avasallante andar del tiempo se nutre, aún más, de una caprichosa fortaleza, de una inquebrantable resistencia que se asemeja a la resistencia de una mujer ante el inminente peligro de ser violada. No existe peor agonía que la de un amor sin correspondencia ni destinatario, y no existe peor enemigo que el desamor de un hombre que todavía conserva la fe. A la larga, la vulnerabilidad de esta dicotomía, hace que la situación no pueda terminar en otra cosa que no sea esta: cierro los ojos, respiro profundo, sigo amándote…

El verano se nos escurre de las manos y no nos queda más que un presente vacío de piel pero rebosante de recuerdos. Contigo aprendí que en verano el amor es generoso, es como Jesucristo multiplicando panes para la multitud, solo que a diferencia de él, este verano se ha encargado de multiplicar los ecos de nuestro amor hasta el punto de verse rebozado. Es por eso que hasta hoy, una primavera después, sigue impreso en mi pecho la marca que dejo el calor de tu cuerpo aquella mañana calurosa en la que nuestras almas se suicidaron, se mataron en un abrazo ciego, por primera vez.

Toda verdadera historia de amor debe de poseer un elemento trágico, un pequeño momento, tan minúsculo como un grano de mostaza. Ese momento en el que un desenlace feliz, inevitablemente, se ve quebrantado por la intervención de un elemento que es ajeno del contexto, que no encuentra cabida en la historia, pero que más allá de su falta de pertenencia, de manera pertinaz, insistente e incisiva, se involucra en ella. En aquella mañana de verano, sin embargo, nuestras almas suicidas eran incapaces de entender este asunto de la tragedia. Todo se reducía a una taza de té, a la ropa, al miedo, a la curiosidad, a la misteriosa fuerza que empujaba a nuestros cuerpos uno contra otro. Ahora comprendo a la gente cuando de manera cotidiana habla del amor como “un amor ciego”, como si la frase fuese parte de un discurso vulgar y cotidiano al que la mayoría de las personas harían caso omiso al escucharlo. Quizás por una cuestión de costumbre o quizás por una cuestión de orgullo. Lo cierto es que mientras más involucrado se está dentro de una historia de amor, menos capacidad tenemos de divisar a la tragedia que por añadidura la persigue a todos lados como si fuese la sombra misma de la sombra de un enamorado. Definitivamente, el amor es ciego.




martes, 8 de septiembre de 2009

asociación creativa

Yo gabriel, ¿angel?.

Mirada, contigo es luz.
Musica

Miran a oscuras al pasado.
Nada




mid